MALAS ARTES
Era una noche
oscura y cerrada.
Caminaba con
paso rápido, mirando con el rabillo del ojo a ambos lados con miedo de
encontrarme con cualquier asaltante nocturno. No era raro en aquel barrio
neoyorkino toparse con tipos raros y malintencionados.
Al llegar a
aquel callejón y mirar como los anteriores, me recorrió un escalofrío de pies a
cabeza.
Era negro y
mal iluminado. Las sombras de las escaleras de emergencia que cada casa tenía, semejaban patas de grandes arañas adheridas a las fachadas, como
si treparan.
A unos pocos
metros había unos grandes contenedores de basura y entre ellos, me pareció ver
un maniquí desechado por un taller de modista, el cual por voluminoso, suele
quedar fuera de cualquier cubo de basura.
Atraído por
una morbosa curiosidad me paré y aproximé un par de metros, escudriñando en la
oscuridad para cerciorarme de que era un maniquí.
Me quedé casi
sin sangre en las venas: ¡No!, no era un maniquí, era un cuerpo humano. Me
aproximé aún más hasta llegar a él.
Estaba con el
cuerpo boca abajo y la cabeza vuelta hacia arriba. Las piernas en direcciones
opuestas, como formando una pirueta, y uno de los pies sin zapato; lo busqué
con la vista y lo encontré como a cuatro metros. Estaba de pie y sus cordones
aún portando el nudo, estaban partidos a la mitad.
Era de
mediana edad, de complexión atlética y pelo entrecano. Me fijé en su pecho y
observé que estaba excesivamente abultado. Toqué la camisa que lo cubría y a mi
contacto cedió, casi por completo, como si hubiese desinflado un globo. En ese
momento comprobé que la caja torácica también se había visto afectada.
Las costillas
estaban comprimidas y algunas de ellas al quebrarse, habían traspasado la carne
quedando sus puntas como banderillas invertidas.
Un vaho
ascendía del pecho sanguinolento.
Definitivamente,
no hacía mucho que estaba allí.
Un suicida es
una cosa un tanto común -me dije-, si bien no todos los días puede uno ser
observador de primera mano.
Tenía la
cabeza totalmente destrozada; no me cupo duda de que había impactado contra el
suelo. Miré hacia lo alto del edificio, tal vez una caída, un suicidio, pensé.
No vi nada especial que me indicase el motivo.
El golpe
sobre la parte derecha de la cara, había originado el estallido del ojo. Su
cuenca ahora vacía dejaba un hilo de sangre de difer ente olor a la que manaba por el cráneo. Éste se había cascado como un
coco, desencajando la mandíbula y nariz, produciendo un escalón de ceja a ceja
de unos quince centímetros.
Un pequeño
charco de sangre se había acumulado bajo el cráneo, donde un amasijo de sangre
y pelo había hecho una caprichosa cresta “punky” que se adhería al suelo y que
daba al conjunto una gran desproporción.
Asimismo, las
piernas también habían sufrido con el golpe. La izquierda se había quebrado por
el muslo y la derecha tenía la rodilla con fractura, al igual que el tobillo
del mismo lado.
Por momentos
el charco de sangre se fue agranda ndo bajo él,
hasta el punto que, mientras me fijaba en los detalles, apenas tuve tiempo de
echarme hacia atrás para no ver mis zapatos sumergidos en medio de ella.
A pesar de
aquella grotesca visión, seguí queriendo captar algo que me indicase el motivo
de esa caída. Su cara irreconocible, no podía mostrarme nada.
Fue tan sólo
un detalle el que me descubrió la terrible realidad.
De la manga
de su traje, ahora un tanto remangada, asomaba un cartón. Sin pensarlo dos
veces lo cogí: era de arabescos azules; le di la vuelta, y mis ojos alumbrados
por un rayo de luna vieron: ¡¡¡¡¡ un AS de corazones rojo !!!!
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