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martes, 6 de mayo de 2014

ROBERTO BAÑOS VILLABA: El político





EL POLÍTICO


Por Roberto Baños Villalba


Acababa de firmar los últimos decretos.

Se sentía satisfecho. Eran ya dos años los que llevaba en el cargo. Trabajo, lo que se dice trabajo, no tenía. Para eso ya estaban los viceministros, subsecretarios, secretarios, y todo el Gabinete -bien pagado por cierto- de asesores.

Tan sólo estar al tanto de cifras, porcentajes y parámetros de los que era puntualmente informado antes de cada inauguración, comparecencia o asistencia a actos de antemano programados, y que sabía manejar con su fácil verborrea; sus horas ante el espejo, mejorando su dicción y estudiando poses y gestos, estaban dando su fruto.

Ya era veterano en el cargo, pues antes lo fue de otros Ministerios, tan dispares y desconocidos para él como éste que ahora ostentaba, y de todos ellos salió airoso. No en vano su partido político en el Gobierno confiaba en él, tanto como para encomendarle cualquier misión, cosa que solía asumir plenamente.

Con respecto a su patrimonio, la cosa no iba mal del todo. Sus últimas operaciones le habían reportado pingües beneficios. El tráfico de influencias del que gozaba, le enriquecía de día en día.

Concretamente hoy, le habían soplado ciertas alzas bursátiles para las próximas fechas que tenía que aprovechar. Al mismo tiempo estaba creando una serie de empresas paralelas, que serían las encargadas de realizar varios importantes proyectos que él tenía que adjudicar.

Por otro lado, aquellos “fondos reservados” de que disponía anualmente, eran por sí solos, suficientes para asegurarle el futuro. Si a esto añadimos la pensión vitalicia, desgravaciones fiscales, viajes de vacaciones familiares, escoltas, etc., era para no sentir ninguna preocupación.

Otra cosa eran los edictos, órdenes ministeriales, y demás zarandajas que no había más remedio que hacer, por aquello de que a fin de año había que presentar la memoria de realizaciones. Que estuviesen mal o bien, eso no importaba demasiado.

Aquellos tiempos en que un ministro se “quemaba” en el cargo y después venía otro a continuar la labor, ya habían pasado. Él no estaba para gaitas. Bastante hacía en recibir a trabajadores irascibles cada dos por tres. Padecía con ello una gran vergüenza, además de la pérdida de imagen que sufría cara al resto de los ciudadanos.

De su paso por el Gobierno aprendió muchas y diferentes cosas, como a vestirse, a comer, a comportarse, a hablar fino, a asistir a un concierto, a viajar en primera clase, a ir siempre con chofer, e incluso a disponer de un decorador cada vez que deseaba cambiar las cortinas de su casa particular.

Su familia no podía tener queja de él. Sus jugosos puestos de trabajo así lo atestiguaban, amén de los contratos que les había adjudicado a dedo.

Tenía un almuerzo ese día en uno de los más lujosos restaurantes de la ciudad. Después se retiraría a sus quehaceres personales, y a preparar un viaje que tenía en mente y que le hacía mucha ilusión por las maravillosas morenazas que allí se daban.

En una palabra: ¿era o no era para sentirse satisfecho de la vida?.

Qué poco sabía el Sr. Ministro de lo que se cocía en las calles más arriba de su despacho.

Nada más y nada menos que un coche rojo, bien aparcado en la parte derecha, cargado con 300kgs. De explosivos, que estallarían justo al paso de su coche blindado, al que su defensa extra no le serviría más que para que los trocitos a recoger fueran un poco mayores de lo habitual.





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