EL POLÍTICO
Por Roberto Baños Villalba
Acababa de
firmar los últimos decretos.
Se sentía
satisfecho. Eran ya dos años los que llevaba en el cargo. Trabajo, lo que se
dice trabajo, no tenía. Para eso ya estaban los viceministros, subsecretarios,
secretarios, y todo el Gabinete -bien pagado por cierto- de asesores.
Tan sólo
estar al tanto de cifras, porcentajes y parámetros de los que era puntualmente
informado antes de cada inauguración, comparecencia o asistencia a actos de
antemano programados, y que sabía manejar con su fácil verborrea; sus horas
ante el espejo, mejorando su dicción y estudiando poses y gestos, estaban dando
su fruto.
Ya era
veterano en el cargo, pues antes lo fue de otros Ministerios, tan dispares y
desconocidos para él como éste que ahora ostentaba, y de todos ellos salió
airoso. No en vano su partido político en el Gobierno confiaba en él, tanto
como para encomendarle cualquier misión, cosa que solía asumir plenamente.
Con respecto
a su patrimonio, la cosa no iba mal del todo. Sus últimas operaciones le habían
reportado pingües beneficios. El tráfico de influencias del que gozaba, le
enriquecía de día en día.
Concretamente
hoy, le habían soplado ciertas alzas bursátiles para las próximas fechas que
tenía que aprovechar. Al mismo tiempo estaba creando una serie de empresas
paralelas, que serían las encargadas de realizar varios importantes proyectos
que él tenía que adjudicar.
Por otro
lado, aquellos “fondos reservados” de que disponía anualmente, eran por sí
solos, suficientes para asegurarle el futuro. Si a esto añadimos la pensión
vitalicia, desgravaciones fiscales, viajes de vacaciones familiares, escoltas,
etc., era para no sentir ninguna preocupación.
Otra cosa
eran los edictos, órdenes ministeriales, y demás zarandajas que no había más
remedio que hacer, por aquello de que a fin de año había que presentar la
memoria de realizaciones. Que estuviesen mal o bien, eso no importaba
demasiado.
Aquellos
tiempos en que un ministro se “quemaba” en el cargo y después venía otro a
continuar la labor, ya habían pasado. Él no estaba para gaitas. Bastante hacía
en recibir a trabajadores irascibles cada dos por tres. Padecía con ello una
gran vergüenza, además de la pérdida de imagen que sufría cara al resto de los
ciudadanos.
De su paso
por el Gobierno aprendió muchas y diferentes cosas, como a vestirse, a comer, a
comportarse, a hablar fino, a asistir a un concierto, a viajar en primera
clase, a ir siempre con chofer, e incluso a disponer de un decorador cada vez
que deseaba cambiar las cortinas de su casa particular.
Su familia no
podía tener queja de él. Sus jugosos puestos de trabajo así lo atestiguaban,
amén de los contratos que les había adjudicado a dedo.
Tenía un
almuerzo ese día en uno de los más lujosos restaurantes de la ciudad. Después
se retiraría a sus quehaceres personales, y a preparar un viaje que tenía en
mente y que le hacía mucha ilusión por las maravillosas morenazas que allí se
daban.
En una
palabra: ¿era o no era para sentirse satisfecho de la vida?.
Qué poco
sabía el Sr. Ministro de lo que se cocía en las calles más arriba de su
despacho.
Nada más y
nada menos que un coche rojo, bien aparcado en la parte derecha, cargado con
300kgs. De explosivos, que estallarían justo al paso de su coche blindado, al
que su defensa extra no le serviría más que para que los trocitos a recoger
fueran un poco mayores de lo habitual.
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